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A veces miro esa imagen


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Una persona caminando entre líneas de colores que se cruzan— y pienso que así se siente vivir con TDAH. No es un desorden caótico, ni un camino recto. Es más bien un entramado de pensamientos que van en todas direcciones, un mapa que cambia de forma cada día y que no siempre sabes por dónde seguir. Vivir con TDAH es como caminar por ese mapa sabiendo que no tienes brújula, pero también sabiendo que dentro de ti hay una curiosidad inmensa por seguir descubriendo.

Hay días en los que me levanto y mi mente ya está funcionando antes de que yo despierte del todo. Es como si ya estuviera en marcha, con cientos de ideas, pendientes, recordatorios, sensaciones. Todo a la vez. Es una corriente constante de pensamientos que no se apagan nunca. No es falta de concentración, sino exceso de caminos. Mientras intento enfocarme en uno, ya estoy pensando en tres más. Y al final del día me quedo con la sensación de haber hecho mucho y a la vez nada. De haber puesto toda la energía en avanzar, pero sin tener claro hacia dónde.

Desde fuera, la gente ve el despiste, los olvidos, el llegar tarde, la falta de organización. Pero desde dentro se siente distinto. Se siente como estar siempre intentando mantener el equilibrio en medio de una tormenta de pensamientos. No es que no quieras hacerlo bien, es que tu cabeza no se calla. Y cuando el mundo te pide calma, tu cerebro parece hablarte en mil voces a la vez.

Una de las cosas más duras del TDAH es la culpa. La culpa de no llegar, de fallar, de sentir que siempre estás un poco por detrás. Es un peso invisible que te acompaña todos los días. Aunque nadie lo vea, tú lo sabes. Te sientes culpable por olvidar, por distraerte, por no terminar lo que empiezas, por no ser tan constante como los demás. Y lo peor es que muchas veces lo intentas con todas tus fuerzas. Pones recordatorios, haces listas, organizas tus días. Pero aun así, algo se escapa. Y esa sensación de “otra vez no lo he hecho bien” acaba siendo más dura que el propio error.

Hay un esfuerzo invisible en las personas con TDAH que el resto del mundo no percibe. El esfuerzo por parecer que todo va bien. Por mantener la concentración en reuniones que se alargan demasiado. Por sonreír cuando por dentro sientes frustración. Por intentar funcionar en un sistema que no está pensado para cerebros como el tuyo. Ese esfuerzo constante desgasta, y a veces te deja sin energía incluso para las cosas que te gustan.

Y sin embargo, hay momentos en los que todo encaja. Cuando aparece el interés, la motivación o la emoción, la atención se vuelve perfecta. Es como si el mundo entero se alineara. Lo llaman “hiperfoco”, pero para ti no tiene nombre, solo sensación: esa claridad absoluta que llega cuando algo te apasiona. Puedes pasar horas metido en ello, sin cansarte, sin mirar el reloj, con una sensación de fluidez total. Pero claro, no puedes elegir cuándo llega. No puedes activarlo a voluntad. Y eso frustra, porque te demuestra que podrías hacerlo, que eres capaz, pero no siempre puedes hacerlo cuando el entorno lo exige.

Esa contradicción entre lo que sabes que puedes hacer y lo que realmente logras hacer es difícil de explicar. Desde fuera parece inconstancia. Desde dentro es una guerra interna. Y aunque te esfuerces, aunque te repitas que esta vez será diferente, muchas veces vuelves a tropezar con lo mismo. Y te repites que no vas a fallar, pero fallas. Que vas a concentrarte, pero te dispersas. Que vas a hablar con calma, pero hablas sin pensar. Que vas a ser más organizado, pero se te olvida algo esencial. Y así, día tras día, vas acumulando pequeños golpes que acaban pesando más que cualquier diagnóstico.

El TDAH también se vive a través de las emociones. Todo se siente más fuerte. La alegría, la frustración, la tristeza, la rabia. No hay término medio. Una palabra puede levantarte o hundirte. Una mirada puede descolocarte durante horas. Todo impacta más de lo que quisieras. Y a veces eso cansa, porque no tienes un botón para regular la intensidad. Cuando algo te emociona, te entregas por completo. Y cuando algo te duele, te quedas atrapado en ello. No porque quieras, sino porque no sabes cómo soltarlo.

Las emociones se convierten en otro tipo de ruido, uno que se mezcla con los pensamientos y lo complica todo. Puedes estar bien por la mañana y saturado por la tarde. Puedes pasar de la motivación total al bloqueo sin motivo aparente. Y muchas veces no sabes ni explicarlo. Solo sientes que algo cambia dentro de ti, como si el camino se torciera sin previo aviso.

Durante mucho tiempo piensas que el problema eres tú. Que te falta disciplina, madurez, fuerza de voluntad. Creces con etiquetas: “despistado”, “inconstante”, “impulsivo”. Las escuchas tantas veces que acaban formando parte de tu identidad. Y cuando, años después, te explican que eso tiene un nombre y que no era falta de ganas, sino una forma distinta de procesar el mundo, algo dentro se reordena. Por fin entiendes que no estás roto. Que simplemente funcionas diferente. Y esa comprensión no lo cambia todo de golpe, pero sí te da algo que no tenías: paz.

Aun así, no todo se soluciona con el diagnóstico. Entenderlo es un paso, pero vivir con ello sigue siendo un reto diario. Tienes que aprender a conocerte, a poner límites, a encontrar lo que te ayuda. A veces es escribirlo todo, otras, moverte, o ponerte música, o dividir las tareas en trozos más pequeños. Cada persona con TDAH tiene su propio manual, y tardas tiempo en escribir el tuyo.

Lo que más cuesta es dejar de pelearte contigo mismo. Aprender a no exigirte tanto. A aceptar que no eres lineal, que tu atención va y viene, que habrá días en los que todo fluirá y otros en los que nada saldrá. Y que eso no significa que no sirvas, ni que no valgas, ni que estés fallando. Significa simplemente que estás aprendiendo a convivir con una mente que va a otro ritmo.

Cuando logras entenderte, empiezas a ser más amable contigo. Dejas de culparte por los olvidos, por los impulsos, por las distracciones. Empiezas a verte con más comprensión, con más ternura incluso. Porque detrás de todo ese ruido, hay también una enorme sensibilidad, una creatividad desbordante y una energía que, bien canalizada, puede ser preciosa.

A veces pienso que tener TDAH es como tener un corazón que corre más rápido que el resto del cuerpo. Quieres llegar antes, vivir más, sentirlo todo. Pero si no aprendes a frenar, acabas agotado. Y aprender a frenar, para alguien con TDAH, no es fácil. No es solo parar físicamente, es calmar la mente, aceptar el silencio, aprender a escucharte sin moverte todo el rato.

Hay días en los que todo te supera. Los olvidos, las prisas, el cansancio, la sensación de no estar nunca al nivel. Pero también hay días en los que te sientes orgulloso de ti. Orgulloso por haber llegado, por haberlo intentado, por no rendirte. Esos días en los que miras hacia atrás y piensas: “quizá no lo hago como los demás, pero sigo aquí, sigo caminando”.

Y en ese caminar, empiezas a entender que tu mapa mental no tiene que parecerse al de nadie. Que no hay una sola manera correcta de avanzar. Que a veces perderte también te enseña cosas. Que los desvíos no siempre son errores, sino parte del viaje.

El TDAH no solo te enseña sobre atención; te enseña sobre paciencia, sobre autocompasión, sobre cómo cuidar tu energía. Te enseña a no exigirte perfección, sino presencia. A valorar los pequeños pasos, los días tranquilos, los momentos en los que simplemente consigues estar aquí, sin tanto ruido.

Lo más bonito de este proceso es cuando dejas de intentar encajar y empiezas a construir tu forma de funcionar. Cuando entiendes que puedes tener una vida estable, feliz y plena sin renunciar a tu forma de ser. Cuando dejas de esconder tu intensidad, tu curiosidad, tus ganas de hacer mil cosas, y aprendes a convivir con ellas.

A veces, cuando me miro desde fuera, me doy cuenta de que he pasado años intentando ser “normal”. Pero con el tiempo, he aprendido que la normalidad nunca fue el objetivo. El objetivo es estar bien contigo. Y eso empieza cuando dejas de juzgarte y empiezas a entenderte.

Esa imagen del camino me recuerda que no hay un solo trayecto, que todos los días son distintos. Hay días que parecen un laberinto, otros que son rectos, y otros que simplemente no llevan a ningún sitio. Pero todos, de algún modo, te van acercando a ti. Porque vivir con TDAH no va de corregirte, sino de conocerte.

Y cuando encuentras un entorno donde te entienden, donde puedes hablar sin sentirte juzgado, donde puedes poner en palabras lo que antes solo era confusión, todo empieza a ordenarse. La terapia, en ese sentido, no busca cambiarte, sino ayudarte a caminar con más calma por tu propio mapa. A entender tus curvas, tus giros, tus atajos. A dejar de pedirle a tu mente que sea otra.

Quizá vivir con TDAH nunca sea sencillo, pero puede ser mucho más llevadero cuando dejas de pelearte contigo. Cuando aceptas que tu mente no necesita silencio absoluto, sino dirección. Que no necesitas hacer menos, sino hacerlo distinto. Y que cada paso, incluso los que das en círculos, te enseñan algo sobre ti.

La vida con TDAH puede ser cansada, sí, pero también está llena de color. Está llena de ideas, de emociones, de movimiento. Y aunque a veces parezca que caminas sin rumbo, lo cierto es que sigues avanzando. Y eso, en un mundo que exige tanto orden, ya es un acto de valentía.

Porque al final, no se trata de arreglar el mapa. Se trata de aprender a recorrerlo sin miedo. De confiar en que, aunque tu camino sea diferente, sigue siendo válido. De creer que hay belleza en tu forma de pensar, aunque el mundo no siempre la entienda. Y sobre todo, de recordar que no estás solo. Que hay más personas caminando entre líneas como tú, intentando encontrar su propio equilibrio.

Vivir con TDAH es aprender a caminar entre mil caminos, y hacerlo con calma, con humor, con cariño. Saber que perderse no siempre es fracasar, y que encontrar tu ritmo lleva tiempo, pero llega. Y cuando por fin dejas de querer ir más rápido y empiezas a disfrutar del trayecto, entiendes algo profundo: tu mente no es un error, es solo una forma distinta de moverte por el mundo. Y eso, aunque a veces duela, también es un lugar hermoso donde habitar.

Reflexión de un Paciente del barrio de Chamartín facilitada al Centro de Psicología Lema.

 
 
 

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